Marta Arguilé Bernal – J. Bernlef

Quizá sea la nieve la que hace que me sienta tan cansado, ya por las mañanas. A Vera no, a ella le gusta la nieve. Para ella no hay nada mejor que un paisaje nevado. Cuando los vestigios del hombre desaparecen de la naturaleza y todo se transforma en una llanura blanca e inmaculada. ¡Qué bonito!, exclama casi con arrobo. Pero ese estado nunca dura mucho por aquí. Al cabo de pocas horas hay pisadas y marcas de neumáticos por todas partes y las máquinas quitanieves despejan las carreteras principales.
     La oigo en la cocina haciendo café. Sólo el poste ocre de la parada del autobús escolar indica aún por dónde pasa la Field Road delante de nuestra casa. Por cierto, no sé dónde se habrán metido los niños hoy. Todas las mañanas vengo hasta la ventana. Primero compruebo la temperatura y después espero a que aparezcan de todas partes, entre los árboles, en la temprana mañana invernal, sus carteras a la espalda, los gorros y bufan das de colores y sus chillonas voces estadounidenses. El vistoso colorido me pone de buen humor. Rojo fuego, azul cobalto. Un niño lleva una cazadora de color amarillo huevo con un pavo real bordado en la espalda, el niño cojea ligeramente y siempre es el último en subir al autobús. Es Richard, el hijo de Tom el farero, que nació con la pierna izquierda más corta que la otra. Una cola de pavo real abierta de color azul celeste, llena de ojos oscuros y vigilantes. No sé dónde se habrán metido hoy.
 

Las vigas de la casa crujen como un viejo cúter. Fuera el viento corre entre las copas de los pinos, por lo demás pelados y torcidos. Y a intervalos fijos, el bramido sordo de la sirena de niebla junto al faro que se alza en el último saliente rocoso de Eastern Point. A intervalos fijos. Funciona como un reloj.
 
     Tres bajo cero, marca el termómetro exterior, el termómetro Heidensieck de papá, un tubito de cristal en un estuche protector de madera verde musgo, atornillado en el marco de la ventana. Celsius a la izquierda, Fahrenheit a la derecha. Papá y su Heidensieck. No creía en las previsiones meteorológicas, pero sí en el registro de datos. No era casual que hubiese sido actuario buena parte de su vida. Anotaba la temperatura de la mañana y la de la noche en un cuaderno negro jaspeado. Era lo primero y lo último que hacía cada día. Una suerte de ritual. El fin de semana sacaba el cuaderno y, sentado a su escritorio, hacía sus gráficos basándose en las temperaturas anotadas. Después, guardaba en una carpeta los gráficos que había dibujado con un lápiz Faber de grafito duro sobre un papel de gráficos de color salmón. ¿Por qué hacía todo eso? Sólo me habló de ello en una ocasión, poco antes de morir, estando en su casa junto a las dunas interiores de Domburg. Mi tiempo es demasiado breve, dijo, y el sistema es demasiado grande, demasiado lento y complejo para un hombre solo. Registro meros datos. Pero intuyes que hay un sistema detrás de esos datos, dije yo. Sí, repuso él, podría decirse que así es. A menos que todos esos datos sean excepciones, añadió con su risita escueta e irónica. Pero en ese caso no habría sistema,  argüí yo. O sería un sistema que somos incapaces de concebir, apuntó él.
     Es extraño que me acuerde de pronto de él, aquí en Gloucester, en la costa al norte Boston, de papá y de su termómetro Heidensieck. Hasta su tumba en Holanda debe de haber sido vaciada ya.  
     Sí, le gustaban los sistemas. Padre miraba más allá de ti, sus acuosos ojos azules fijos en algo que los demás sentados a la mesa del comedor no alcanzábamos a ver. En realidad, le teníamos un poco de miedo, mamá y yo. Estaba literalmente por encima de nosotros. Y de otra forma también. Las noches que estaba de buen humor, me llevaba hasta el balcón y me señalaba las constelaciones, los planetas de brillo refulgente. En alguna ocasión vimos una estrella fugaz. Él intentaba explicarle a un niño de ocho años que lo que vislumbraba en aquel cielo nocturno pertenecía a un pasado muy lejano, que no podíamos ver la situación real del universo, a lo sumo sólo podíamos calcularla. Algunas de las estrellas que distinguíamos allí ya no existían, otras sí. Yo no lo entendía, pero no preguntaba nada. Además, sólo me hablaba de esas cosas cuando estaba de buen humor. Por lo general iba a sentarse a su escritorio en cuanto acababa de cenar y se ponía a trabajar en silencio. Llegó a los setenta y cuatro años. Tres años más y lo habré alcanzado en lo que edad se refiere. Cuando mamá murió en 1950, papá empezó a anotar otros aspectos del tiempo además de la temperatura. Nevadas. Tormentas. Los primeros indicios de la primavera. Las bandadas de estorninos que sobrevolaban su tejado en otoño y que él calificaba de «incontables» con su letra casi caligráfica, tan oportuna para el carácter impersonal de sus apuntes. Seis años después él también murió. Su corazón se paró de improviso. Desatornillé el termómetro del marco de la ventana de su casa y me lo llevé. No sabría decir por qué lo hice. Es un termómetro muy corriente.

 
 
A Vera siempre se la oye venir de lejos por cómo repiquetean las tazas y los platitos contra la bandeja de hojalata. Hojita de álamo temblón la llamo a veces en broma, pero a ella no le hace mucha gracia. El doctor Eardly dice que se debe al desgaste de una vértebra cervical. No hay mucho que hacer. En realidad no hay nada que hacer. La vejez.
 
   ―¿Dónde están los niños?
   ―¿Los niños? Pues en Holanda, ¿dónde van a estar, si no?
   ―No, me refiero a los niños de aquí. ―Le señalo hacia la calle―. Los niños de Cheever, de Robbins y Richard, el pequeño de Tom.
   ―Pero Maarten, hoy es domingo. Anda, ven, se te enfría el té.
     ¿Cómo se me habrá olvidado? ¿Y ha dicho té? Habría jurado que era de buena mañana, pero ahora que miro por la otra ventana que da al mar veo que debe de ser más tarde. Tras la bruma grisácea se oculta un sol pálido. Será esa niebla la que me ha confundido. La niebla no deja pasar la luz. Antes de sentarme miro fugazmente el reloj de pared. Son más de las tres.
     Sonrío a los burlones ojos verdes de Vera, con manchitas oscuras en las pupilas. El otro día encontré una vieja foto suya. Está en la cubierta de un barco de recreo, con la espalda apoyada contra la doble barandilla blanca. Una excursión a Hardewijk. El sol reluce en su rebelde cabello castaño. Lo tenía muy espeso por entonces. Ríe y se le ven los dientes pequeños y regulares. Ahora no recuerdo qué vestido llevaba, pero era de color claro. Aún nos veo  a los dos juntos en la cubierta de popa mientras zarpábamos de la bahía del IJ. ¿Estábamos casados ya? Aunque la imagen que tengo de ella, la que guardo en mi fuero interno quiero decir, no se parece a la mujer joven de la foto y menos aún a la Vera que tengo ahora frente a mí. Es una imagen en la que se conjugan todos los cambios que ella ha ido experimentando. Por eso, más que una imagen es un sentimiento.

 
     Vera. Sus gestos bruscos e interrumpidos; la atención con la que coge la hoja muerta de una planta con los dedos puntiagudos y la estudia detenidamente como si quisiera comprobar la causa de su muerte; cómo frunce los labios cuando está pensativa o ladea ligeramente la cabeza si lee algo que le gusta. Soy el único capaz de ver en ella a todas las mujeres que ha sido. A veces la toco, las toco a todas ellas a la vez, suavemente. Es un sentimiento. Un sentimiento que sólo ella puede evocarme; nadie más.
  
     Remuevo la taza con la cucharilla, como hace ella. Un familiar tintineo del metal contra la porcelana fina.
   ―¿Te pasa algo? ―me pregunta con la mirada interrogante.
   ―No ―le digo―. ¿Por qué?
   ―Esta mañana has dejado que se te enfriara el café. Y te he pedido dos veces que me trajeras leña del boet, pero el único que ha vuelto con un tronco en la boca ha sido Robert.
     Se echa a reír. Sigue teniendo los dientes pequeños, pero ya no son auténticos. Dice boet en vez de cobertizo porque es de Holanda del Norte, de Alkmaar, como yo, aunque yo digo sencillamente cobertizo.
 
 
   ―Esta mañana me sentía un poco cansado. Ahora mismo te la traigo.
   ―Ya no hace falta. Lo he hecho yo. Te estás volviendo despistado, Maarten.
   ―Nunca he tenido muy buena memoria.
     Por mi voz noto que intento defenderme de su reproche burlón.
   ―Es esta nieve ―me apresuro a añadir―. La monotonía. Cuando todo lo que te rodea es blanco desaparecen las diferencias. Tengo ganas de que llegue la primavera, ¿tú no?
   ―Han anunciado más nevadas.
   ―¡Vaya!
     Enlazo los dedos, observo las manchas pigmentarias marrón tabaco entre las venas hinchadas y antes de darme cuenta lo he vuelto a decir: «¡vaya!» . Se me ha escapado.
     Fugazmente me pasa la mano por la cabeza, por el pelo escaso. Cuando sonríe se le nota que lleva dentadura postiza, pero sólo cuando sonríe. Si no, las mejillas se le ven llenas y casi sin arrugas. En el lóbulo de sus orejas pequeñas relucen unos pendientes de botón plateados, pendientes zelandeses de su bisabuela de Zierikzee.
   ―Tómate el té.
     Me tomo el té. De pronto me siento irritado. Me pongo de pie.
   ―Tengo que ir al servicio. ―Eso es lo que solía decir en el trabajo, en casa digo sencillamente «al váter» . Por supuesto, ella se percata de inmediato de la sutil diferencia.
   ―Entonces no te olvides de ponerte los guantes ―dice.

     Vengo aquí a menudo ―un periódico viejo ociosamente en las manos― cuando quiero pensar en algo. Pero el problema es que resulta difícil pensar en algo que ya no se recuerda. Es imposible. La mañana. Me pidió que le llevara leña. Quizá no la oí. Aunque asegura que me lo dijo dos veces.
 
     Siempre he tenido mala memoria. En las reuniones mi agenda era una compañera indispensable. ¿Pero olvidar una mañana entera a las pocas horas? ¿Como si no hubiera existido jamás? Hace un momento habría jurado que era un día corriente de entre semana. Si Vera no me hubiera dicho nada, quizás aún estaría delante de la ventana  como cada mañana, las manos apoyadas en el alféizar, esperando ver a los bulliciosos niños de Eastern Point.
 
 
     Ese alicatado podría haberse hecho mejor en su día. Fíjate cómo se abomba el cemento entre las juntas. Siempre fui zurdo, pero en el jardín de infancia no te dejaban recortar con la mano izquierda. Las tiras para trenzar esterillas quedan fatal, de anchos y largos diferentes. La maestra se inclina sobre mí. Su cabello moreno y rizado me hace cosquillas al rozarme la mejilla. «Ve a buscar la caja de lápices, Maarten », me pide con suavidad mientras retira de la mesa mi fallida labor de trenzado. Miro las tiras de papel a mis pies en el suelo. Luego me levanto y abro la puerta.
 
     El pasillo está en silencio. Al fondo se encuentra el armario del material. En el estante superior está la caja de lápices con su aroma a virutas de madera y a grafito, un olor que procede del fondo de un bosque, tan antiguo como la misma tierra. Tengo que subirme a una silla para alcanzar la caja con compartimentos de distintos tamaños. Vera está detrás de mí, junto a la lavadora. Me tambaleo y me aferro al estante con las dos manos.
   ―¡No hagas locuras! ―exclama―, ¡y bájate de esa silla antes de que vayas a caerte! ¿Qué andabas buscando ahí?
   ―Un lápiz de carpintero ―farfullo mientras me bajo de la silla. Si me lo pregunta de nuevo, no diré nada, como si no la hubiese oído. No repite la pregunta. Ando por el pasillo hasta la sala de estar. La televisión está encendida, muy alta. Vera está un poco sorda. Yo no, pero a veces, como hace un momento, me conviene fingir que mi oído ya no es lo que era.
     Verdaderamente, ¿qué estaba haciendo yo allí? ¿Por qué me había encaramado a la silla? Y tan de improviso. De golpe me vi encima de una silla de la cocina en el cuarto de la lavadora. Sin nada que lo precediese.
     Vera se ha puesto su chaqueta de punto de color verde tilo.
   ―¿Tienes frío?
   ―Hace fresco ―me dice y señala hacia fuera.