Felip Lorda i Alaiz – Harry Mulisch

Harry Mulisch. El atentado. Barcelona: Tusquets, 1986. Trad. Felip Lorda i Alaiz

 

“En todas partes era ya de día, pero aquí seguía
reinando la noche, no, más que la noche.”

C. Plinius Caecilius Secundus
Epistulae, VI, 16

 

Prólogo

   En los días ya lejanos, muy lejanos, de la II Guerra Mundial, un tal Anton Steenwijk vivía con sus padres y su hermano en las inmediaciones de Haarlem. Junto a un muelle que, sobre una distancia de cien metros, corría a lo largo de un canal y que, trazando una suave curva, volvía a convertirse en una calle ordinaria, se levantaban cuatro casas no demasiado separadas entre sí. Rodeada cada una de ellas de un jardín, con sus pequeños balcones, sus miradores y sus empinados tejados, tenían el aire de villas, aunque eran más bien pequeñas que grandes; las paredes de todas las habitaciones de los pisos superiores eran inclinadas. Los edificios aparecían despintados y en estado de cierta decadencia, ya que tampoco en los años treinta se había hecho gran cosa en ellos con vistas a su mantenimiento. En las fachadas ostentaban sendos nombres que, en días menos agobiados, se les habían ocurrido a una plácida burguesía bienpensante:

Bien Situada  Reposo Exterior  Insospechado  Ciudadela de Paz

   Anton vivía en la segunda casa de la izquierda: la del tejado de bálago. Ya se llamaba «Reposo Exterior» cuando sus padres la alquilaron poco antes de estallar la guerra; su padre hubiera preferido llamarla «Eleutheria» o algo por el estilo, escrita la palabra, además, en caracteres griegos. Ni siquiera antes de producirse la catástrofe había entendido Anton la expresión «Reposo Exterior» como el reposo que se goza al aire libre, en  pleno campo, sino como algo exterior al reposo, como la exclusión del reposo.
 

   En «Bien Situada» vivían los Beumer, un procurador ya jubilado, enfermizo, y su mujer, a los que Anton visitaba alguna que otra vez, en ocasión de lo cual se le ofrecía una taza de té y una tortita ―a la que llamaban «tartita»―, al menos mientras hubo té y hubieron tortitas, o sea, antes del comienzo de esta historia, que es la crónica de un suceso. A veces el señor Beumer le leía un capítulo de Los tres mosqueteros.

   El señor Korteweg, el vecino del otro lado, inquilino de «Insospechado», era piloto de la navegación de altura, reducido por la guerra a una inactividad total. Tras la muerte de su mujer, su hija Karin, una enfermera, había vuelto a casa. También allí iba Anton de cuando en cuando, pasando por una abertura que había en el seto del jardín posterior; Karin le trataba siempre con afabilidad, pero el padre no le hacía el menor caso.

   Escasas eran las relaciones que mantenían entre sí los vecinos de aquel muelle, pero el más aislado de todos era el matrimonio Aarts, que desde el comienzo de la guerra vivía en «Ciudadela de paz». Al parecer él tenía algo que ver con una compañía de seguros, pero ni siquiera esto se sabía a ciencia cierta.

   Todo inducía a creer que los cuatro edificios se habían construido como punto de arranque de un nuevo barrio, pero luego se debió de abandonar el proyecto. A uno y otro lado del grupo de viviendas y en la parte posterior del mismo se extendían campos de tierra algo elevada con hierbajos y arbustos y también árboles ya no demasiado jóvenes. Por allí solía vagabundear Anton; asimismo acudían a jugar otros chicos que vivían en los alrededores. A veces, al caer la noche, cuando su madre se olvidaba de llamarlo para que volviera a casa, se esparcía por allí una silente soledad llena de fragancias, que le henchía de expectativas por no sabía qué, por las cosas que sin duda habían de suceder más tarde, cuando fuera mayor. La tierra estática y las hojas inmóviles. Dos gorriones que de pronto se posan en el suelo y van de aquí para allá dando saltitos. La vida sería como aquellos crepúsculos vespertinos, en los que de una manera tan misteriosa y eviterna se sentía envuelto en el olvido.

   Los ladrillos de la carretera de delante de las casas estaban colocados siguiendo el patrón de una espina de pescado. Sin acera, la calle se convertía en berma cubierta de hierba, la cual descendía suavemente hacia el camino de sirga, de forma que se podía estar tumbado allí boca arriba la mar de bien. En la otra orilla del ancho canal ―que sólo la suave sinuosidad de su curso permitía adivinar que un día había sido río― había un par de casitas campesinas y pequeñas granjas; más allá se extendían los prados hasta alcanzar el horizonte. Y aún más allá estaba Amsterdam. Su padre le había contado que antes de la guerra la iluminación de la ciudad se reflejaba, al atardecer, en las nubes. Había estado en la capital un par de veces, para visitar el zoo y el Museo Nacional, y también para ver a su tío, en cuya casa había dormido una noche. A la derecha, donde el canal dibujaba una curva, había un molino de viento cuyas aspas no había visto girar nunca.

   Cuando estaba tumbado en el suave declive de la berma con la mirada perdida en la lejanía, a veces tenía que encoger las piernas. Por el camino de sirga, en que las pisadas de los sirgadores mantenían una senda muy marcada, se aproximaba un hombre arrancado directamente de siglos pasados: inclinado en ángulo recto sobre el extremo de un palo de unos metros de longitud, cuyo otro extremo estaba sujeto a la parte de proa de una barcaza, iba empujando la embarcación, a pasos lentos, por el agua. Casi siempre iba a bordo, empuñando el timón, una mujer que llevaba un delantal y el pelo recogido en un moño, mientras un niño jugaba en cubierta. El palo era utilizado también de otra manera. El hombre, subido en tales ocasiones a la barcaza, caminaba por el lado de la cubierta hacia adelante, mientras por detrás de sí arrastraba el palo por el agua; una vez llegado a la parte anterior, hundía oblicuamente el palo en el fondo del canal, lo agarraba fuertemente y volvía sobre sus pasos, de forma que por debajo de él empujaba la embarcación hacia adelante. Esto era lo que más admiraba Anton: un hombre que caminaba hacia atrás para empujar algo hacia adelante y que al mismo tiempo permanecía en el mismo sitio. Algo raro ocurría allí, pero nunca comentó aquello con nadie: era su secreto. Sólo cuando, años más tarde, lo contó a sus propios hijos, cayó en la cuenta de cuán remotos habían sido los tiempos que había llegado a vivir. Únicamente se podían ver aún semejantes escenas en películas de ambiente africano o asiático.

   Un par de veces por día pasaban veleros de carga: enormes moles cargadas hasta los topes con velas de color marrón oscuro, que aparecían silenciosamente al enfilar una curva y, empujadas solemnemente por el viento invisible, desaparecían al llegar a la próxima. Con los barcos de motor era otra cosa. Cabeceando, hendían el agua con su quilla y abrían una V que se iba ensanchando hasta alcanzar las dos orillas del canal; allí el líquido se ponía a chapotear de pronto arriba y abajo, mientras que el barco había avanzado ya un gran trecho. A continuación el agua rebotaba hacia el centro formando una V invertida, es decir, una lambda, que se iba cerrando cada vez más, pero que ahora se interfería con la V originaria, alcanzaba, deformada, la orilla opuesta, y rebotaba de nuevo, hasta que en toda la superficie del líquido se originaba un complicado trenzado de olas que durante varios minutos quedaba sujeto a toda suerte de transformaciones, hasta que por fin la fluida masa recobraba la calma y quedaba otra vez lisa.

   Anton intentaba explicarse cada vez cómo diablos se producía exactamente todo aquello, pero era en vano, ya que los factores se iban desarrollando y resolviendo siempre en un modelo cuya estructura se le escapaba.

1

 
Debían de ser las siete y media, ya noche cerrada. La salamandra había ardido suavemente un par de horas hasta consumir unos pocos leños, pero ahora volvía a estar fría. Estaba sentado con sus padres y Peter junto a la mesa de la sala posterior. En un plato había un cilindro de zinc del tamaño de un florero; de la parte superior del cilindro salía un tubo muy delgado, que se escindía al modo de una ípsilon, por los agujeros de cuyos extremos emanaban, oponiéndose entre sí, sendas llamitas puntiagudas, deslumbradoramente blancas. Aquel utensilio proyectaba su exánime luz por la estancia, en cuyas zonas oscuras se podía ver también ropa a secar llena de remiendos, cacharros de cocina, montones de camisas sin planchar, una marmita noruega para mantener caliente la comida. Asimismo había allí dos clases de libros procedentes del gabinete de estudio del padre: los que estaban colocados encima del bufete eran para ser leídos, los que estaban en el suelo, en cambio, un montón de novelitas, estaban destinados a encender la pequeña estufa en que se cocinaba, cuando había algo que cocinar. Los periódicos habían dejado de aparecer hacía meses. Salvo dormir, la vida hogareña se desarrollaba exclusivamente en aquel aposento, el antiguo comedor. Las puertas corredizas estaban cerradas. Detrás de ellas, en la parte que daba a la calle, estaba la sala de estar en la que no habían puesto los pies en todo el invierno. Para impedir en todo lo posible que penetrara el frío del exterior, las cortinas de los ventanales de aquella sala se mantenían corridas, incluso durante las horas diurnas, de suerte que desde el muelle parecía que la casa estaba deshabitada.

   Corría el mes de enero de 1945. Casi toda Europa estaba liberada de la ocupación nazi, celebraba fiestas, comía, bebía, hacía el amor y poco a poco había empezado ya a olvidar la guerra. Haarlem, en cambio, se iba convirtiendo cada vez más en una carbonilla grisácea, como la que se sacaba de la estufa cuando aún había carbón.

   Su madre tenía delante de sí, sobre la mesa, un jersey de color azul oscuro. La mitad del mismo ya había desaparecido. En su mano izquierda sostenía la bola de lana cada vez más voluminosa, en la que, con la mano derecha, iba envolviendo rápidamente el hilo procedente del jersey. Anton miraba el raudo ir y venir del hilo, a resultas de lo cual el jersey iba desapareciendo; mejor dicho, lo que desaparecía era su forma, que, conservando aún las mangas extendidas, como alguien que quisiera oponerse a algo, iba convirtiéndose en ovillo. Cuando su madre lo miró un instante esbozando una sonrisa, volvió a dirigir la vista al libro. Los cabellos rubios de la mujer estaban sujetos en trenzas enroscadas sobre sus orejas, a la manera del tocado de la Dama de Elche. De cuando en cuando se detenía y bebía un sorbo de un té sucedáneo, ya frío, que ella misma había hecho con la nieve que cubría el jardín posterior. Las tuberías del agua no estaban todavía cerradas, cierto, pero se habían quedado heladas. Su madre tenía una caries en una muela, en la que de momento nada podía hacerse; exactamente como solía hacer su abuela, se había metido en el agujero, para combatir el dolor, un clavo de especia, de los tres o cuatro que aún había podido encontrar en la cocina. La postura erguida de su madre contrastaba con la de su padre, profundamente inclinado sobre el libro que estaba leyendo. Su cabello oscuro, ya encanecido, rodeaba la calva coronilla como una herradura; de cuando en cuando se soplaba las manos, grandes y zafias, aunque no era un obrero manual, sino actuario del juzgado de instrucción.

   Anton llevaba ropas que le habían quedado pequeñas a su hermano; éste, Peter, vestía a su vez un traje negro de su padre, que le venía grande. Peter tenía diecisiete años y, debido a que se había puesto a crecer de pronto cuando faltaba cada vez más la comida, parecía que su cuerpo estaba compuesto de listones de madera de pino blanco. En aquellos momentos se aplicaba a hacer sus deberes escolares. Desde hacía un par de meses había dejado de salir a la calle: poco a poco había ido alcanzando la edad de convertirse en víctima de las razzias que se hacían para engrosar los campos de trabajo de Alemania. Como le habían suspendido dos veces consecutivas, ahora estaba haciendo todavía el cuarto curso de bachillerato y le daba clases el padre, con deberes y todo, no fuera que se retrasase aún más. Los hermanos se parecían tan poco entre sí como poco se parecían entre sí sus padres. Hay cónyuges que son el vivo retrato el uno del otro, lo cual responde acaso a que la mujer se parece a la madre del marido y el marido al padre de la mujer (o algo más complicado, que es lo más probable), pero el caso es que la familia Steenwijk constaba de dos partes perfectamente diferenciadas: Peter tenía los cabellos rubios y los ojos azules de su madre, Anton los cabellos oscuros y los ojos castaños de su padre, también la misma tez de color amarronado, algo más acentuado alrededor de los ojos. Tampoco él mismo iba a la escuela por el momento. Hacía el primer curso de bachillerato, pero a causa de la falta de carbón, las vacaciones de Navidad se habían prolongado hasta que terminara el período de las heladas.

   Tenía hambre, pero sabía muy bien que iba a tener que esperar hasta la mañana siguiente para que se le diera otra vez una rebanada de pan de color plomizo, mal cocido, untado con una especie de mermelada de remolacha. Al mediodía había estado esperando una hora en la cola de delante de la cocina central del parvulario. Empezaba ya a oscurecer, cuando entró en la calle el carretón de mano con los peroles, protegido por un agente de policía con el fusil en bandolera. Una vez le hubieron controlado y marcado las cartillas de racionamiento, le pusieron cuatro cazos de una sopa muy líquida en la olla que había llevado al efecto. Al atravesar los pequeños bancales, de regreso a su casa, bien poco había chupeteado de aquel calducho caliente y ácido. Por fortuna era ya casi la hora de acostarse. En sus sueños gozaba siempre de paz.

   Nadie decía nada. En el exterior reinaban asimismo el silencio y la quietud. La guerra estaba allí y estaría allí siempre. No tenían radio, ni teléfono, nada. Las llamitas susurraban; de cuando en cuando producían una ligera detonación. Con una bufanda en torno al cuello, los pies metidos en un folgo que le había hecho su madre de una vieja bolsa de punto para la compra, estaba leyendo un artículo de la revista «Naturaleza y Técnica». El día de su cumpleaños le habían regalado los números correspondientes a 1938, encuadernados, adquiridos por su padre de segunda mano. «Carta a la Posteridad». En la foto un grupo de norteamericanos de buen ver, en mangas de camisa, levantaba la vista hacia un reluciente objeto metálico, de grandes proporciones, en forma de torpedo, que colgaba verticalmente sobre sus cabezas e iba a ser arriado muy pronto para sepultarlo en la tierra a quince metros de profundidad. Sólo cuando hubieran transcurrido quince mil años podría abrirse la enorme cápsula metálica, cuyo contenido proporcionaría a la posteridad una idea de lo que había sido la civilización humana en los días de la celebración de la Exposición Internacional de Nueva York. En la cápsula, hecha con la aleación cupaloy, increíblemente sólida, había un cilindro de vidrio, a prueba de fuego, lleno de centenares de objetos: un archivo de microfilms, en el que se daba cuenta del estado de la ciencia, de la técnica y de las artes mediante diez millones de palabras y mil imágenes; periódicos, catálogos, novelas famosas, la Biblia, por supuesto, y el Padrenuestro en trescientas lenguas, mensajes de grandes personalidades, pero también escenas filmadas del espantoso bombardeo japonés de Cantón en 1937, semillas, un enchufe, una regla de cálculo y otras muchas cosas de muy diversa índole; incluso un sombrero de señora, moda de otoño de 1938. Todos los museos y bibliotecas importantes del mundo habían recibido un documento en el que se indicaba el lugar donde estaba enterrado en hormigón «el tesoro eterno», para que pudiera encontrarse en el siglo LCC. Pero, ¿por qué ―se preguntaba Anton― había que esperar precisamente hasta el año 6.938? ¿No podía ser interesante ya antes?

   ―Papá, ¿cuánto tiempo es hace cinco mil años?
   ―Exactamente cinco mil años― contestó Steenwijk sin levantar la vista del libro.
   ―¡Sí, claro…! Pero ya había entonces… quiero decir…
   ―¿Qué quieres decir, vamos a ver?
   ―Pues que si la gente, como ahora...
   ―¿Tenía civilización?― preguntó su madre.
   ―Sí.
   ―¿Por qué no dejas que el chico lo diga a su manera? ―intervino Steenwijk, mirando a su hijo por encima de las gafas. Y luego, dirigiéndose al muchacho―: Entonces la civilización todavía estaba en mantillas. En Egipto, en Mesopotamia. ¿ Por qué lo preguntas?
   ―Porque aquí dice que «dentro de... »
   ―¡Listos!― exclamó Peter poniéndose de pie y apartándose de sus diccionarios y de sus gramáticas. Luego entregó a su padre el papel que había escrito y fue a situarse junto a Anton.
   ―¿Qué lees?
   ―Nada― dijo Anton, cubriendo su libro con la parte superior  de su cuerpo y los brazos cruzados.
   ―Déjalo, Toni― le reconvino su madre empujándolo hacia arriba.
   ―Tampoco a mí me deja mirar nunca lo que él lee.
   ―¡Mentira podrida, Anton Mussert! ―dijo Peter, ante lo cual  Anton se sujetó la nariz con índice y pulgar y se puso a canturrear―:

«Pues si nací con mala suerte
con mala suerte he de morir…»

   ―¡Cállate!― gritó Steenwijk golpeando la mesa con la palma  de la mano.
   El que se llamara Anton, como el jefe del Partido Nazi Holandés, era motivo, claro está, de que con frecuencia fuera objeto de escarnio. Durante la guerra los fascistas solían ponerles a sus hijos el nombre de Anton, o el de Adolfo, y a veces, incluso, el de Anton-Adolfo, como proclaman las ufanas participaciones de nacimiento correspondientes, adornadas con cruces gamadas y otros signos rúnicos. Cuando, en el curso posterior de su vida, le presentaban a alguien con nombres así, aunque se les llamara Ton o Dolf, calculaba si habían nacido durante la guerra y, en caso afirmativo, podía asegurarse con matemática precisión que sus padres habían sido colaboracionistas y, además, no poco. Diez o quince años después de la guerra volvía a ser posible llamarse Anton, lo cual venía a subrayar la insignificancia de Mussert; en cambio, Adolfo quedó desterrado para siempre. Sólo cuando vuelvan a aparecer los Adolfos podrá decirse que la II Guerra Mundial habrá pasado definitivamente a la historia; pero como para eso será necesario que estalle la tercera, está claro que ya nunca más se le ocurrirá a nadie echar mano al infamante nombre de Adolfo. Tampoco la tonadilla que Anton se puso a cantar a modo de contraataque se comprende ya sin la debida explicación: era el canturreo nasal de un cómico de la radio que actuaba con el seudónimo de Peter Malasuerte, cuando aún se permitía tener radio. Pero aún es mucho más incomprensible en la actualidad, en especial para el propio Anton.

   ―Ven a sentarte a mi lado ―dijo Steenwijk a Peter, mientras tomaba el papel que antes éste le había dado. Con acento algo solemne se puso a leer en voz alta la traducción del griego―: «De la misma manera que cuando los ríos, henchidos por la lluvia y la nieve derretida, precipitándose desde lo alto de la cordillera, reúnen sus enormes masas de agua en los lechos de los arroyuelos del valle alimentados por rebosantes manantiales ―y allá a lo lejos, en las montañas, el pastor oye su estruendo ensordecedor: así sonaba el griterío y el arduo combate de los soldados enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo…».
   ―¡Espléndido!― exclamó Steenwijk, reclinándose hacia atrás y quitándose las gafas.
   ―Sí, formidable ―apostilló Peter―, sobre todo cuando se ha estado hora y media ocupado en descifrar esa maldita frase.
   ―Vale la pena invertir en ella todo un día. Advierte cómo invoca a la Naturaleza, pero sólo lateralmente, recurriendo al símil, ¿te has dado cuenta? Lo que retienes no son los soldados en lucha, sino la imagen de la Naturaleza y eso es lo que permanece. El campo de batalla ha desaparecido, pero esos ríos existen todavía, puedes seguir oyéndolos, y tú eres el pastor. Es como si el autor quisiera decir que la totalidad de la existencia no es otra cosa sino la comparación con otro relato y de lo que se trata es de que te enteres de ese otro relato.

   ―Es decir, la guerra ―dijo Peter.
   Steenwijk hizo ver que no había oído.
   ―Lo has hecho muy bien, muchacho, salvo una pequeña falta: no son «ríos», simplemente, los que confluyen y entremezclan  sus aguas, sino «dos ríos».
   ―¿Dónde pone eso?
   ―Aquí symballeton, es un dual, la concurrencia de dos cosas, dos. Sólo así el símil se corresponde con los dos ejércitos que entrechocan. Es una forma que sólo aparece en Homero. Piensa en «símbolo», que procede de symballo, «juntar»,  «encontrarse». ¿Sabes lo que es un símbolo?
   ―No ―dijo Peter en un tono del que se desprendía que  tampoco le importaba demasiado saberlo.
   ―¿Qué es, papá?― preguntó Anton.
   ―Era una piedra que se partía en dos. Imagínate: yo me alojo en la casa de un amigo de una ciudad distinta de la nuestra y le pido a mi anfitrión que en lo sucesivo tenga la amabilidad de acogerte también a ti, cuando otro día vayas tú a aquella misma ciudad; ¿cómo sabrá, al llegar tú, que eres efectivamente mi hijo? Para que lo sepa recurrimos al símbolo: él retiene una mitad del mismo y en casa yo te doy a ti la otra mitad. Al llegar tú a la casa del huésped, las dos mitades encajan entre sí a la perfección.
   ―¡Estupendo! ―exclamó Anton―. ¿Por qué no lo hacemos?
   Peter se volvió de espaldas y con acento algo desabrido soltó:
   ―¿Por qué diablos he de saber yo todo eso?
   ―Nada de diablos ―dijo Steenwijk, mirándole por encima de las gafas con un atisbo de severidad―. Has de saberlo por mor de la Humanidad. Ya verás cómo en el resto de tu vida hallarás en ello motivo de contento y satisfacción.
   Peter cerró sus libros, los amontonó y dijo en tono algo extraño:
   ―¡Valiente ridiculez!
   ―¡Peter! ―reprobó su madre― ¿A qué viene eso?
   Con la lengua colocó el clavo de especia en su sitio.
   ―A nada.
   ―Mucho me lo temo ―dijo Steenwijk―. Sunt pueri pueri pueri puerilia tractant.
   El jersey había desaparecido y la señora Steenwijk depositó  la bola de lana en su costurero.
   ―¡Hala! Vamos a jugar un poquito antes de ir a la cama.
   ―¿A la cama ya? ―se extrañó Peter.
   ―Hemos de ahorrar carburo. Ya sólo nos queda para dos días.
   De un cajón de la cómoda la señora Steenwijk sacó un tablero de parchís, apartó la lámpara y lo puso sobre la mesa.
   ―Yo quiero las verdes ―dijo Anton. Peter lo miró y le señaló la frente.
   ―¿Crees que te ayudarán a ganar?
   ―Sí.
   ―Ya lo veremos.
   Steenwijk dejó el libro abierto a un lado y al poco rato no se oía otra cosa sino el ruidito de los dados saltando sobre el vidrio del tablero y el roce de las fichas avanzando sobre la superficie del mismo. Eran las ocho de la noche: toque de queda. En el exterior el silencio era tan profundo como el que debía de reinar en la luna.