Gonzalo Fernández Gómez – Marcellus Emants

Marcellus Emants (Voorburg, 12 de agosto de 1848 - Baden (Suiza), 14 de octubre de 1923), fue un escritor neerlandés, uno de los pocos exponentes auténticos del naturalismo en la literatura de los Países Bajos. Se le considera precursor de los llamados Tachtigers ('Generación de 1880'). Su novela más conocida es Una confesión póstuma, de 1894.

Marcellus Emants. Una confesión póstuma. Sajalín Editores, 2013. Trad. de Gonzalo Fernández Gómez.

Mi mujer está muerta y ya ha recibido sepultura.
   Estoy solo en casa, yo solo con las dos criadas.
   De modo que soy libre de nuevo, pero, ¿de qué me sirve ahora la libertad?
   Tengo al alcance de la mano todo lo que vengo anhelando desde hace veinte años ―ya he cumplido treinta y cinco―, pero me faltan arrestos para tomarlo. Y de todas formas, ya no lo disfrutaría.
   Me da miedo cualquier cosa que pueda desinhibirme: una copa de vino, una pieza de música, una mujer. Porque solo por las mañanas, con el espíritu alerta, soy dueño de mí mismo y tengo la certeza de que no diré nada sobre el acto que he cometido.
   Sin embargo, precisamente las mañanas son insoportables.

   Incapaz de concentrarme en alguna ocupación, incapaz de interesarme por alguna persona o algún libro, deambulo sin objeto, sin voluntad, por una casa vacía donde tan solo el murmullo indiferente y esquivo de dos criadas quebranta el silencio, como las voces remotas de dos guardianas ante la celda de aislamiento de un loco, y el último rescoldo de vitalidad aún presente en mi interior no me permite pensar más que en una cosa, una cosa que me hace temblar como una ardilla ante la mirada hipnótica de una serpiente. ¿Cómo podré soportar una existencia tan miserable, un día sí y otro también, hasta mi último suspiro?

   Cada vez que me miro en el espejo ―costumbre que todavía conservo― me resulta difícil de concebir que ese hombre tan pálido, tan delgado y tan insignificante, de mirada sombría y mandíbula laxa ―muchos dirán: ese esperpento―, haya sido capaz de asesinar a su mujer... Una mujer a la que, a su manera, había querido.

   Pero es cierto. Tan cierto como la absoluta indolencia con que he escuchado el llanto de sus padres y la perfecta calma con que, sentado en el carruaje al lado de mi suegro y en frente de mi cuñado, he atravesado las concurridas calles de la ciudad camino del cementerio, tras el cadáver de Anna. Tan cierto como que no he derramado ni una sola lágrima al ver descender el féretro en la fosa, ni al contemplar al padre, destrozado, volver junto a su mujer, viva imagen de la más profunda aflicción. Y tan cierto como que ya estoy de vuelta en casa, esta casa donde todo me recuerda a ella y donde, sin ningún pesar y sin ningún remordimiento, pero sin ninguna alegría y sin ninguna esperanza, voy de un lado para otro, intranquilo, incapaz de permanecer quieto. Y lo único que siento es miedo, miedo de cualquier sonido, miedo, sobre todo, de mi propia voz.

   A veces ―por las noches, o cuando, en mi delirio, pienso que hay alguien espiándome tras una puerta―, no puedo contenerme más y grito: «¡He sido yo! ¡Yo la he asesinado!».

   Pero inmediatamente, temblando de miedo, presa de un frío repentino, abro todas las puertas y busco en todos los armarios hasta convencerme de que mi secreto sigue estando a buen recaudo.

   ¿Considero entonces el acto que he cometido tan excepcional, tan inaudito, tan horrible? No, me temo que no. Todo ha ocurrido de forma demasiado gradual.

  Cuando cierro los ojos y repaso mi vida, comprendo a la perfección los motivos por los que he llegado a hacer una cosa así, y siento tal urgencia por contar mi historia que he decidido confiárselo todo al papel.

   ¡Tengo que sacármelo de dentro! Tal vez así me resultará más fácil guardar silencio ante los demás. Y a lo mejor hay alguien, o lo habrá algún día, a quien le interesen los pormenores de mi vida. Quién sabe cuántos hombres hay como yo, que no tomarán conciencia de su condición hasta verse reflejados en mí.

   Para que se entienda hasta qué punto me veo distinto de la gran mayoría de las personas, no bastaría que mi confesión comenzara el día que conocí a mi difunta esposa, sino que debo remontarme a aquellas experiencias que me permitieron vislumbrar por  primera vez las tinieblas de mi espíritu.
 

   Nunca he tenido una memoria especialmente buena y ya no recuerdo mi juventud como una sucesión continua de acontecimientos. Tan solo me han quedado grabadas situaciones puntuales, casi siempre negativas, que me causaron una fuerte impresión.
 

   Una de mis primeras y más dolorosas experiencias fue mi ingreso en la escuela primaria. Las pocas imágenes que aún soy capaz de evocar me remiten a un espacio grande y sombrío ocupado por una caterva de niños bulliciosos bajo la tutela de un maestro con muy mal genio. Al frente de la clase hay una enorme pizarra negra, y de las tristes paredes grises cuelgan mapas mudos de colores pálidos. Pero lo que sí recuerdo con nitidez es que me sentía pequeño, débil e insignificante, abandonado y perdido ante una jauría hostil, como el conejito de uno de mis libros infantiles, arrojado vivo a la jaula de las fieras. Enseguida tomé conciencia de que todos aquellos ojos me miraban de forma amenazante, y aunque ya han pasado más de veinticinco años desde entonces, nada ha podido borrar esa impresión de hostilidad. Aún hoy, cuando deseo establecer relaciones sociales, me siento como si tuviera que entrar en la jaula de las bestias, y la razón nunca me permite reprimir el recelo con el que me acerco a mis semejantes.
 
 
 

   No tardó en llegar mi primera pelea, o mejor dicho , el primer conflicto que debería haber desembocado en una pelea, pero que concluyó con mi huida.

  Durante mucho tiempo, mi carácter esquivo y mi instinto me bastaron para evitar a los chicos más grandes y fuertes que yo. Pero la insistencia con que uno de ellos me estuvo provocando durante una temporada acabó llevándome a soltarle un puñetazo en un arrebato de cólera.

   ―¡Lo vas a pagar caro! ―me advirtió.
   Al salir de clase, cuando oí la bravuconería con que elevaba la voz detrás de mí en la escalera, comprendí lo que iba a ocurrir fuera. En un primer momento surgió en mi cabeza la idea de ofrecer resistencia, pero... ¡con qué poca convicción!

   Al llegar abajo miré a mi alrededor aturdido por el miedo, y cuando vi su rostro moreno y anguloso asomar en la puerta por encima de otros chicos más bajos que él, ya había descubierto en la distancia a un agente de policía que pasaba casualmente por allí. Eché a correr hacia él y, sin decir nada, me puse a caminar a su lado. El agente me miró, pero no me preguntó nada. La tropa de mi rival nos siguió un rato desde una distancia... y en aquel momento comprendí que era un cobarde.
 
 

  Cuántas veces he oído afirmar que basta con saber cuáles son tus defectos para poder corregirlos. ¡Pero qué poco se conocen quienes así hablan!

   Supongamos que un avaro, avergonzado por su mezquindad (de la cual es muy consciente), se pone a  repartir dinero a manos llenas. De esta forma parecería haberse vuelto generoso, pero ¿no sería todo más que pura apariencia? En lo más profundo de su corazón, ¿no seguiría sintiendo siempre aversión a la munificencia, actitud que define al avaro? Aunque un sordomudo aprenda a interpretar un mensaje hablado, eso no significa que pueda oír.
 

   Más adelante seguí sin vencer mi cobardía. Por ejemplo, nunca me decidía a entrar en una sala llena de gente sin haber comprobado antes que nadie reparaba en mí. Siempre me arredro ante lo nuevo y desconocido, pero al mismo tiempo, nunca he dejado de anhelarlo. En mi alma abundan este tipo de contradicciones. Suspiro por vivir emociones, pero rehúyo todo aquello que pueda perturbar la serenidad de mi espíritu.
 

   Soy consciente de que esta confesión de cobardía pondrá a todos los lectores en mi contra. Pero, ¿no comprenden, en su injusticia, que yo hubiera preferido ser valiente? ¿Tiene algún sentido juzgar a un hombre por defectos físicos o psíquicos de los que no tiene culpa alguna? ¿Acaso piensa alguien que le resulta grato cargar con ellos? ¿Qué placer hay en sentir el desprecio ajeno?

 
La cobardía es el gusano inexpugnable que ha socavado todos mis deseos hasta impedirme alcanzarlos, y mis noches más angustiosas siguen siendo aquellas en que, atormentado por un sueño, vuelvo a entrar por primera vez en el colegio, o huyo por la puerta de atrás ante la amenaza de alguien más fuerte y con más arrojo que yo.