Hans Tromp (e. a.) – Bob den Uyl

Contraportada de Nueva narrativa neerlandesa  (1980)

[Contiene relatos breves de: Belcampo, Maarten Biesheuvel, Mensje van Keulen, Heere Heeresma, Maarten 't Hart, Bob den Uyl, Jan Donkers, Frans Kusters y Oek de Jong].

"Con la publicación de estas diez narraciones provenientes de los Países Bajos, España obtiene una primicia cultural: son tan nuevas –nueve de ellas están datadas en la década de los setenta, incluso siete son de autores noveles– que la mayoría no ha sido traducida a otros idiomas.
   En estos relatos se pasa revista a todos lo que es el conflictivo pan de cada día del hombre medio neerlandés: apocalipsis en miniatura (El gran acontecer), destrucción ecológica (Estío en abril), alienación de una cierta religión (El Sr. Mellenberg), crisis familiares (La ruptura, Padres de hoy), surrealismo irónico (El hombre pájaro)… Por estas páginas desfilan los problemas cotidianos, pero no de forma abstracta –como podría suponerse por lo dicho anteriormente–, ya que los apocalipsis ocurren en un pueblo holandés cualquiera con pinceladas de El Bosco; la ecología y sus catástrofes laten detrás de cada esquina, lo mismo que los problemas familiares modernos: divorcios, hijos, subnormalidad. No hay que olvidar que, junto a este mundo real, están los locos geniales que mueven la tierra con granos de trigo; los escritores pluriempleados de barrenderos; los hombres voladores con toda la fantasía y la imaginación infantiles; los tenderos maniáticos; los carteros testarudos y los pastores calvinistas escépticos.
   Nueva narrativa, también, por la aparición de un colectivo traductor que ha intentado profundizar en el juego y las connotaciones de los textos originales, recreando un lenguaje vivo y sorprendente.”

Jacob (Bob) den Uyl (Róterdam, 27 de marzo 1930 - ídem 13-14 de febrero 1992) fue un escritor holandés, sobre todo de relatos breves, y trompetista de jazz. Ha dado nombre al premio Bob den Uyl para libros de viaje literarios o periodísticos.

Den Uyl procedía de una familia de protestantes reformados. Su padre Jacob den Uyl (1894-1982) era agente de policía. Su madre Anna Josefine Rosenkranz (1896-1968) había nacido en Filadelfia (Estados Unidos), pero era en el momento de su matrimonio súbdita alemana. Tras debutar en 1963 con Vogels kijken (Mirar a los pájaros), consiguió mayor popularidad con Gods wegen zijn duister en zelden aangenaam (Los caminos de Dios son inescrutables y a menudo poco gratos), de 1975. A causa del consumo frecuente de alcohol y calmantes, su salud empeoró a finales de los años 80. A comienzos de 1992 falleció Bob den Uyl, a los 61 años de edad, de enfisema pulmonar.

Su estilo literario es irónico y observador, y su tema más importante el sinsentido y lo absurdo de la existencia. Su obra temprana se compone sobre todo de relatos absurdos. Más tarde el centro de gravedad de su obra se desplaza hacia los relatos autobiográficos, en concreto hacia sus viajes (a menudo en bicicleta) por los países que rodean a Holanda. En su relato 'De ontwikkeling van een woede' (‘El crecimiento de una ira’) en la colección homónima de relatos, formuló la 'Ley de Den Uyl': "No se encuentra lo que se busca, sino solo aquello que no se busca."

Bob den Uyl - 'España oscura' en: VV. AA. Nueva narrativa neerlandesa. Swan, 1980. Trad. colectiva de Hans Tromp, Gonzalo Garcival, Juan Robredo y Pedro José Lavado.

El proverbio "Los caminos de Dios son inescrutables y a menudo poco gratos" parece creado para los servicios de autobuses y ferrocarriles españoles. Con frecuencia voy a España, y el masoquista que hay en mí se llena de satisfacción. Allí todo depende del azar, los móviles ocultos, los efectos sin causas explicables, y el buen o mal humor de los interesados. Un enervante juego diabólico.

Que no importunes a nadie con la declaración de que una determinada circunstancia u horario están ya mejorados. Que no lo están. Todos los cambios significan allí sólo cambios, no mejoras. Sin paliativos, trágico. Y así sigue.

Antes, las taquillas de las estaciones españolas eran puertecitas a la altura de la cintura. Uno tenía que inclinarse profundamente para expresar sus deseos. Del empleado sólo veías la mano que arrebataba el dinero. En la actualidad estos huecos están sustituidos, por lo general, por un rectángulo de tablillas verticales y trasparentes, colocadas al bies, de plástico, y la embocadura sirve solamente para deslizar a través de ella el dinero y los billetes. Encima del marco se lee: "Hablar por aquí, por razones de higiene." Uno puede ahora permanecer erguido, pero sin embargo se ve aún a muchos españoles inclinarse hacia la puertecita para implorar, en esta humilde postura, un billete. Estas gentes notan bien que un marco higiénico en nada altera la esencia de las cosas, porque ha quedado el tono desabrido del empleado. Esto no debe considerarse como algo personal. El empleado está alto, el viajero bajo: la aspereza es sólo una confirmación oficial de esta relación.

En Toledo, quiero ir a Ciudad Real. Toledo sólo tiene comunicación ferroviaria con Madrid; en este caso hay que tomar el autobús. La eterna cuestión, de qué sitio de una ciudad determinada salen los autobuses, ya la tengo resuelta aquí: desde un desolado y arenoso descampado en pendiente detrás del Alcázar. Hay una caseta de madera en la que se encuentran unas ocho taquillas. Cada línea tiene su taquilla correspondiente, y todas ellas están cerradas. Mi llegada, no obstante, no es baldía, pues veo que existe una línea de autobuses a Ciudad Real. Las horas de salida no vienen indicadas por ninguna parte, naturalmente. Unas horas más tarde, vuelvo. Una taquilla, la de la línea de Madrid, está ahora abierta, y me sitúo ante ella en espera de información. Detrás de la ventanilla, un hombre sentado cuenta dinero, operación que aún se prolonga algún tiempo. Finalmente, reclamo su atención, pero él coge tranquilamente un montón de monedas más y comienza a deslizarlas entre sus dedos. Salgo afuera y veo sentado en un banco, adosado a la caseta, a un hombre con aspecto de chófer, y le pregunto por el servicio a Ciudad Real. Primero, asqueado, dirige su mirada a otra parte; luego me dice que hay un autobús diario, a las cuatro de la tarde. Cuando le he dado las gracias, y ya me he alejado algunos pasos, me grita que vuelva. Extrae de su bolsillo una libreta y un lapicero, escribe un par de palabras con sumo cuidado sobre una hoja, la arranca y me la tiende. Dice: " Ciudad Real, cuatro de la tarde." "Cuatro de la tarde", me repite todavía, "Ciudad Real". A continuación se marcha apresuradamente, con las trazas de alguien que necesita vomitar.

De vuelta al hotel, el recepcionista se apresura a venir a mi encuentro; quiere venderme objetos de orfebrería toledana, ya desde hace días. Para adelantarme a él, le pregunto rápidamente por el autobús a Ciudad Real. "No sale ningún autobús a Ciudad Real", me dice. Su asistente, que oye esta afirmación, pone esto en duda. Se origina una disputa, tras la cual el asistente saca a relucir, de debajo del mostrador, un librito muy bellamente presentado, un listín de los servicios de autobuses de y hacia Toledo. El recepcionista lo observa con una gélida sonrisa. Ahí está: un autobús diario a Ciudad Real, salida invierno, a las 16 horas; verano, a las 18. Yo les muestro la hojita del chófer, donde pone a las cuatro, a pesar de que es verano. La leen y después se retiran cortésmente; retirada a la española: una especie de flotar hacia otra parte, un disolverse en la nada, un lento difuminarse. El miedo a la información.

En las estaciones españolas cuelga, en el hall, un gran panel con todos los horarios de llegadas y salidas. En él no figura de qué andén salen los trenes, o, a lo sumo, en ciudades como Madrid y Barcelona, algo así como: "A., andenes 11 al 16". Uno no sabe, en la mayoría de los casos, en qué andén debe situarse. Acerca de esto, no hay manera de obtener información: hay que esperar justamente hasta la llegada del tren, y luego se anuncia el andén a través del altavoz. Esta comunicación viene precedida por una señal de tres tonos. Uno tiene que aguzar el oído, pero, aun así, a menudo uno ni se entera. Entonces, debes seguir al resto de los viajeros, españoles que sí lo han entendido. Pero incluso ellos, de vez en cuando, tampoco lo han entendido. En ese caso, simplemente hay que esperar a que el tren entre y correr hacia él.

Para el Talgo hace falta estar en posesión de un billete especial, o, si se tiene billete para el rápido normal, uno suplementario. El Talgo dispone de un espacio aparte para el equipaje voluminoso, que uno puede colocar allí mostrando el billete. Por cada pieza de equipaje se obtiene un recibo. Pequeñas bolsas o cestas puede llevarlas uno mismo en los coches. En Irún veo cómo un inglés, en medio del barullo ―no un barullo holandés, sino español, que es menos corporal pero que entraña mayor peligro de que se te cuelen: lucha por la existencia; como no te hagas valer, nunca te llegará el turno―, ofrece sus maletas. El hombre tiene un billete normal, sin suplemento para el Talgo. Él ha subido ya la mitad de sus maletas al vagón de carga. El factor ve el billete, y las empuja otra vez fuera a patadas. "¡Ir por el suplemento!", grita, a sabiendas de que es demasiado tarde para ello. La sala de taquillas de la estación de Irún dista un kilómetro o más de los andenes; y, luego, la eterna fila ante la taquilla. El inglés comienza con tono contenido un largo relato en su idioma materno, relato del que resulta que él piensa que tiene el billete indicado, y que eventualmente está dispuesto a suplir el importe una vez dentro; que un billete de tren es un billete de tren; que, aquí, nadie le informa nunca de nada; que esto no es culpa suya y que está decidido, a pesar de todo, a coger este tren. Con este discurso, se enrojece cada vez más y poco a poco se congestiona. Lleno de admiración y con gran deleite, le miro y le escucho. Un novato en la España oscura. Alguien que aún piensa: comprar un billete, subir al tren y a rodar. El heroísmo de alguien que todavía ignora el poder de su adversario. Aquella perorata no le ayuda, como es natural; invariablemente, el hombre del tren grita, más irritado cada vez y más salivoso "¡A por el suplemento!", dando al propio tiempo patadas más fuertes a las maletas inglesas. Por último, el británico desiste y desaparece. Cuando está colocado mi equipaje, le veo con sus maletas apoyado contra la balaustrada del paso subterráneo. Para disfrutar hasta la última gota, voy hacia él y le pregunto, fingiendo ignorancia, por qué no puede acompañamos. Pero no puede dar curso a sus palabras por la rabia: brama y se enfurece, cual un volcán a punto de erupción. Disfrutando, le observo hasta que llega el momento de buscar mi plaza reservada. Mientras nos deslizamos fuera de la estación, le veo aún por un instante junto a la balaustrada.

El Talgo es un tren de color plata, de poca altura y construido con material ligero; cada vagón tiene un eje de ruedas, y por consiguiente sólo puede circular unido al siguiente. Da la impresión de gran rapidez, pero esto es apariencia. Sí que tiene el Talgo preferencia sobre todos los demás trenes, una gran ventaja en un país en el que la mayor parte de la red ferroviaria es de vía única. Puertas y ventanas están durante el viaje herméticamente cerradas y los coches están intensamente refrigerados: hablando con propiedad, un avión sobre ruedas. Cada estación es anunciada previamente. Primero, la señal de tres tonos; después, cuatro señoritas diferentes anuncian en cuatro idiomas (español, francés, inglés y alemán) a dónde se va a llegar. Cuando uno paga bien, recibe abundante y superflua información, ya que uno mismo puede ver adónde está llegando. Una vez por viaje, el camarero del bar llega a recorrer el tren con una bandeja y dos vasos de whisky con un cubito de hielo dentro. Nunca le he visto que vendiera nada [...]

Traducción colectiva de Hans Tromp, Gonzalo Garcival, Juan Robredo y Pedro José Lavado.